La egiptología como tal arranca en las postrimerías del siglo XVIII. Es entonces cuando los intelectuales de occidente se encuentran ante una civilización mucho más antigua que la suya y que les resulta fascinante pero hermética. Indescifrable. Hemos empleado la palabra antiguo, y, como importante es la profundidad de las aguas por las que se navega, lo es también establecer el alcance de esta palabra al referirnos al Antiguo Egipto.
Hoy comenzamos a comprar como antigüedad aquellas radios de madera, con grandes ruedas para sintonizar emisoras lejanas y chisporroteantes. Lo hacemos porque, en nuestra opinión, no son viejas, sino antiguas. Lo antiguo no es lo viejo. Ninguno queremos saber de aquella radio de plástico que compramos con quince años: es vieja. La diferencia entre ambas es nuestra perspectiva, porque una de ellas se nos ofrece revestida del sabor de otra época; época que no conocimos, y sabor distinto del de esta que vivimos. El objeto antiguo viene a poner una nota diferente y venerable a la homogénea actualidad de cuanto nos rodea. Si es antigua una radio de este mismo siglo, sin duda lo es un dibujo de finales del siglo XVIII. Pongamos un ejemplo célebre: el dibujo de la capilla de Amenofis III en Elefantina. El dibujo en sí es una antigüedad, pero lo que representa es mucho más antiguo. Este dibujo, para nosotros, supone un salto hacia atrás de dos siglos. Pero, para el dibujante, el salto (parafraseando a Napoleón) fue de cuarenta siglos. Debemos abandonar nuestra posición privilegiada (en este presente que nos brinda la información más detallada y completa sobre el pasado) para situarnos en la óptica del que descubre un mundo perdido y balbucea un primer intento de acercarse a él. Egipto es un país antiguo. Lo era cuando lo descubrieron los primeros estudiosos. Pero es que lo era cuando el oso mató a Don Favila, cuando Julio César y Marco Antonio se rendían a los encantos de Cleopatra, cuando Alejandro Magno lo conquistó o cuando Moisés cruzó el desierto. Desde la extinción de la última dinastía hasta el comienzo de nuestra era pasaron cinco siglos.
El Antiguo Egipto fue un río caudaloso del que nos ha llegado su cauce seco: ¿Qué significaban aquellos signos en las estelas, por los impresionantes obeliscos, en los papiros? ¿Qué podía ser esa leona inmensa de cara humana, casi enterrada en la arena? Los primeros en sentir interés arqueológico por su pasado fueron los egipcios de la era moderna. Investigaron la historia y las narraciones antiguas, y las artes volvieron sus ojos a la tradición, en especial en lo que a la escultura se refiere; llegaron incluso a restaurar algunos monumentos.
Unos cien años después, el griego Heródoto mostró un interés histórico, que no arqueológico, por Egipto, y viajó por el país de Norte a Sur hasta Asuán. No se creía la explicación que le daban los sacerdotes egipcios acerca de las crecidas del Nilo: se debían a la fundición de nieves en su curso alto. ¿Quién podía imaginar esas nieves, en la parte más calurosa del mundo? Con la incorporación de Egipto a Roma (31 a.C., batalla de Acción), Egipto se convierte en cantera de la que exportar diversos monumentos, en especial obeliscos, con valor ornamental. Así, la Roma de los césares llegó a contar con un buen número de obeliscos, sus favoritos entre los monumentos egipcios. Plinio dedica a los obeliscos un capítulo de su Historia Natural, aportando numerosos detalles sobre ellos y los faraones que los hicieron erigir.
Con la llegada del cristianismo se produjo la persecución y destrucción de todos los símbolos religiosos paganos, lo que alcanzó a todo lo egipcio, en especial los obeliscos, de entre los que sólo el obelisco del Vaticano se libró. Los fragmentos de joyas e inscripciones circularon durante los Siglos Oscuros como objetos mágicos. La obra de Athanasius Kircher, que intentó sin conseguirlo descifrar la escritura jeroglífica, alimentó el interés de los estudiosos hacia Egipto. El principal atractivo de Egipto para el hombre medieval lo constituían las referencias bíblicas. Pero en toda esta época era muy difícil y peligroso, para un cristiano, viajar a Egipto, porque se arriesgaba a sufrir saqueos, cárcel y aranceles abusivos. El espíritu renacentista hizo aumentar la afluencia de visitantes, como John Greavis, que escribió su Pyramidographia, de enfoque astronómico. Es también la época de la reconstrucción de numerosos obeliscos en Roma.
Los siglos XVII-XVIII supusieron una mayor afluencia de viajeros. Estos hombres venían más movidos por la curiosidad que por la religión o el comercio. Se descubrieron entonces Tebas, numerosas momias, las pirámides de Giza y sus monumentos circundantes. Muchas tumbas, templos y las pirámides principales son descubrimientos de esta época. El dr. Granger de Dijon descubrió el templo de Seti I en Abidos, aunque quedaría más o menos ignorado hasta que Mariette despejase en 1859 el manto de arena que lo cubría. James Bruce fue el último de los grandes viajeros; despejó la tumba de Ramsés II en el Valle de los Reyes. En los doscientos últimos años se ha librado y se sigue librando una lucha titánica por desentrañar los secretos de esta antigua civilización, por remontar ese cauce seco hasta donde nos es posible. Esta sección dará cuenta de los estadios por los que ha pasado ese esfuerzo por comprender 5000 años de historia antigua.
Durante su trabajo como Cónsul general, apoyó con fondos muchas excavaciones en Egipto y en Nubia y adquirió muchas antigüedades de valor para el Museo Británico y para su propia colección. Con el servicio de Giovanni d’Athanasi y Giovanni Belzoni, obtuvo varios monumentos importantes de Thebes. Con la recomendación urgente del orientalista suizo Burckhart, Salt empleó a Belzoni para coger un enorme busto de granito de Rámses II conocido como el Joven Memnon, del Ramesseum en 1816. Salt lo presentó al Museo Británico el año siguiente. Durante las dos décadas siguientes, el Museo Británico compró muchos objetos de la colección de salt, incluso algunos de los trabajos más grandes de la escultura egipcia que hay en sus galerías. Otros museos también beneficiaron de estas actividades, incluso la compra de Sir John Soane del sarcófago de alabastro de Sety I que descubrió Belzoni. El Louvre adquirió la segunda colección de Salt en 1826 que incluía el sarcófago de Rámses III.
Salt operaba en una época en la cual el interés por las antigüedades de Egipto era muy alto. El deseo de adquirir objetos para colecciones públicas o privadas era ayudado por la actitud relajada del gobierno de Muhammad Ali hacia las antigüedades. Hubo rivalidad entre los representantes de distintos países europeos. Se tuvo que separar el país en zonas privadas de explotación no oficiales, especialmente entre los agentes de Salt y los del Cónsul general de Francia, Drovetti. Detrás de esta furia de la compra a por mayor, seguían los esfuerzos de Champollion, Lepsius, Wilkinson, Hay y otros en expediciones académicas para documentar los monumentos que quedaban en Egipto. Para ser justo, Salt también usó de su talento de dibujante para documentar monumentos. Pero sus esfuerzos en el dominio académico no fueron tomados en serio por sus contemporáneos. Pocos de sus dibujos han sobrevivido o han sido publicados.
Henry Salt
Maspero era un hombre intelectual, diplomático y sociable, lo que le daba ventajas para dirigir el “Service” porque la vida social en el Cairo a menudo se centraba alrededor de la arqueología. Llevaba una correspondencia con Amelia Edwards, fundadora de la organización que se llamaría más tarde “Egypt Fundation Society”, y ayuda mucho a Sir William Matthew Flinders Petrie. Uno de sus buenos amigos era el holandés Herman Insinger, un coleccionador, banquero y fotógrafo amateur a quien permitió fotografiar el momento en que se desenvolvió las momias reales. En 1886, Maspero regresó a Francia, pero en 1899 volvió a dirigir el “Service” y continuó hasta 1914. Murió dos años más tarde, con 70 años, cuando iba a hacer un discurso en una reunión de la Académie des Inscriptions en París.
Sir Gaston Camille Charles Maspero
En 1828, se casó con Kalitza Psaraki, una esclava que había sido raptada de su tierra, Creta, por los turcos que la llevaron a Egipto. Acompañó a Hay durante el resto de su exploración en Egipto. La publicación en 1840 de sus litografías de Cairo no fue popular pero las imágenes tienen un gran valor para los egiptólogos hoy. La biblioteca del Museo Británico posee 47 volúmenes de apuntes y dibujos hechos por Hay que no fueron publicados. Donó los artefactos y los moldes de yeso que había coleccionado al Museo Británico, Robert Hay murió en East Lothian en 1863.
Robert Hay
Alexander Piankoff
Sir Jon Gardner Wilkinson
Durante su viaje a América, Amelia Edwards se rompió el brazo pero siguió con la gira, debilitando su salud y el 15 de Abril de 1892, murió de una gripe en Inglaterra. Había donado una gran cantidad de dinero a la University College de Londres para que instale un departamento de filología y arqueología egipcia y había pedido que W.M.F. Petrie fuese jefe del departamento de egiptología, el primero en existir en todas las universidades británicas. Amelia Edwards nunca se casó pero tenia fama de mujer difícil de convivir. Era independiente y no tenia muchos amigos íntimos pero su contribución a la egiptología es inmensurable. Amelia Edwards era totalmente dedicada a la promoción del conocimiento de los esplendores de Egipto. Su preservación era la misión de su vida.
Amelia Ann Blandford Edwards
Pero Carter no se llevaba bien con Davis y dejó a James Quibbell la responsabilidad del valle. En 1905, Quibbell descubrió la importante tumba de Yuya y Thuya, pero también se enfadó con Davis. Arthur Weigall fue mandado para sustituir a Quibbell pero comprendió rápido que no quería pasar su tiempo de inspector excavando y dejó a Davis que contrate a Edward Russell Aryton en 1906. Fue durante este tiempo que se hizo los mayores descubrimientos de Davis. Las tumbas localizadas fueron las de Saptah , de Horemheb , y muchas tumbas no terminadas y también entradas de tumbas. Aryton También se frustró con Davis y fue pronto reemplazado por Harold Jones el cual fue substituido por Harry Burton después de su muerte. Burton fue el último inspector jefe que trabajó con Davis. Los muchos artefactos que Davis descubrió en el valle y en las zonas próximas a él están hoy expuestos en el Museo Egipcio en el Cairo, en el Museo Británico en Londres y el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. Davis publicó 6 volúmenes sobre sus descubrimientos en el Valle de los Reyes, pero mucha información no ha sido publicada todavía y esta en el Museo Británico. Davis murió en Florida en 1915.
Theodore Monroe Davis
Eugène Lefébure
Se dice que en Londres siguió estudios de ingeniero mecánico, de igual manera que se sospecha que se ganó la vida como charlatán. Lo cierto es que su carácter emprendedor y dinámico nos sitúa al gigante paduano en Egipto en el año 1815. Intentaba introducir en el país una noria mecánica mucho más eficaz que la que se empleaba tradicionalmente. Consiguió instalar su modelo ni más ni menos que en casa del pachá Mohamed Ali (tocayo de Casius Clay), que era temido por su fiereza. Se había hecho a sí mismo partiendo de la mayor pobreza, y su ascenso social y político se debía a su calidad de jefe guerrero sin escrúpulos; esto no quiere decir que, como gobernante, hiciera oídos sordos a las mejoras técnicas, pero era especialmente inasequible, lo que nos da idea del empuje de Belzoni, la constante de su personalidad. El pachá no quedó muy convencido y Belzoni, ni corto ni perezoso, consiguió una carta de presentación para el cónsul inglés, Salt. Llegaron al acuerdo de que Belzoni transportaría la estatua de Ramsés II de Luxor a Alejandría. Durante cinco años, Belzoni se dedicó al lucrativo negocio de las antigüedades egipcias, entonces llamado eufemísticamente coleccionismo. Primero coleccionó para Salt, pero pronto actuó por cuenta propia, recogiendo cuanto encontraba a su paso, fuera grande o pequeño, valiosa antigüedad o bagatela vistosa.
Hay que comprender que, en estos años, se había producido un boom alrededor de las antigüedades egipcias, comparable pero anterior a la famosa fiebre del oro del Far West. El coleccionismo de entonces tendía al objeto, no al conocimiento. En consecuencia, lo destruido era más que lo descubierto y el perjuicio para el patrimonio cultural era mayor que su enriquecimiento. (Situación que continuaría siendo la tónica hasta la entrada en juego de Auguste Mariette, como veremos más tarde). Esto convierte a Belzoni en el hombre a batir: decidido, fuerte e inteligente, más de una vez dirimió las divergencias con los puños o con las armas. En un mundo violento, él fue el más resolutivo.En más de una ocasión Belzoni haría saltar la tapa sellada de los sarcófagos ni más ni menos que a golpes de ariete, de igual manera que transportó obeliscos por el Nilo; que los perdió en naufragios fluviales y que consiguió finalmente rescatarlos. Su figura es la de un aventurero con dotes para lograr a toda costa sus fines y sobrevivir para contarlo. Casi todo lo que hizo es más propio de un aventurero que de un científico, como grabar su nombre junto al de los faraones.
Sin embargo, se preocupó antes que nadie de los problemas arqueológicos que planteaban sus descubrimientos, muy especialmente la tumba de Sethi I, el Valle de los Reyes y la segunda pirámide de Gizeh. Sus investigaciones inauguraron, tímidamente, la ruta práctica de la egiptología, pese a que, en rigor, Belzoni no pueda ser considerado como algo muy distinto de un gran coleccionista. Emil Brugsch-Bey En cierta ocasión, un viajero americano compró un hermoso papiro egipcio de forma ilegal a un maleante de Luxor. Convencido de su autenticidad decidió comprobarla. Para ello, ya en Europa, se dirigió a un experto, quien así se lo certificó: pertenecía a la XXI dinastía. Muy contento, no escatimó un solo detalle de su operación, que relató al experto de forma prolija. Con lo que no contaba era con que el experto comunicase cuanto de él había escuchado a Gaston Maspéro, a la sazón director del Museo Egipcio de El Cairo. Cuando recibió esta información vio confirmado algo que sospechaba hacía tiempo. Habían estado apareciendo en el mercado negro una serie de objetos pertenecientes a varios reyes de la XXI dinastía, y no parecía casual.
Todo apuntaba, más que a varios descubrimientos simultáneos de tumbas individuales, al descubrimiento de una tumba real colectiva. Consultó con sus colaboradores más allegados y trazaron un plan que no deja de tener algo de novelesco. Un joven ayudante del Museo llegó a Luxor de incógnito y se comportó deliberadamente como jamás lo haría un arqueólogo serio. Tomó una habitación en el hotel en que se había alojado el americano, y se dedicó a hacer sonar la bolsa por cuantos garitos, tugurios y tienduchas ofrecía Luxor al visitante. Sin exagerar, era generoso en sus propinas, lo que le fue abriendo puertas. Demostró el buen gusto de comprar piezas menores pero auténticas, y de rechazar las magníficas imitaciones que ya entonces circulaban. Esto le granjeó el aprecio de los maleantes, hasta que le ofrecieron una estatuilla perteneciente a la XXI dinastía, que compró fingiendo desagrado por que no se tratase de algo de más importancia, que era lo que él venía buscando.
Así fue como consiguió ser presentado a Abd-el-Rasul, un traficante de familia de traficantes que se dedicaban a este tráfico desde tiempo inmemorial. Cuando vio claro que había dado con el hombre, dio parte a las autoridades, y el Mudir (comisario de policía egipcio) lo detuvo. Sin embargo, no sólo su familia, sino todo el pueblo del que provenía testificó a su favor, por lo que fue liberado. Tal fue el impacto que esto produjo en el joven ayudante que cayó enfermo. El Mudir, sin embargo, mejor conocedor de sus compatriotas, tuvo paciencia, y, pasado un mes, un pariente del encausado confesaba. Abd-el-Rasul, como luego se supo, había encontrado casualmente la entrada a unas galerías en las que había unas 40 momias. Durante 6 años lo había mantenido en secreto; sólo la familia lo sabía, y se enriquecía. Lo curioso es que todo el pueblo resultó que se dedicaba al saqueo de tumbas, y que lo hacían tal vez desde tiempos faraónicos, por lo que tenían de las tumbas la concepción que nosotros tenemos de un caladero de pesca. Cuando Maspéro se hubo enterado de lo ocurrido, así como de la enfermedad del ayudante, confió el final de la misión a Emil Brugsch-Bey. Este se desplazó con el Mudir y Abd-el-Rasul al lugar del hallazgo y con ellos bajó a las galerías. Receloso de la seguridad que ofreciese aquel nido de saqueadores, Brugsch mandó sacar las 40 momias que allí había, cosa que consiguió en 48 horas. Las embaló y lo llevó todo a El Cairo, por barco. Durante el trayecto fluvial, corrió la voz acerca del cargamento del navío, y, conmovidas, las gentes acudieron por centenares a las orillas del Nilo para seguir el paso de los reyes de antaño. Los hombres disparaban sus armas al aire, y ellos y las mujeres se arrojaban tierra a la cara y emitían lamentos que se escuchaban desde muy lejos. La impresión que esto produjo en Brusch fue terrible, principalmente porque aquel respeto que sentían los fellahs, lo expresaban con un conjunto de ritos (que hemos descrito someramente) coincidentes con los que ya empleaban los antiguos egipcios. Era como si el Antiguo Egipto le censurase su acción. Se retiró de la mirada airada de los naturales del país. Le recriminaban su poco respeto por las momias a un hombre que respetaba todo aquello hondamente. En realidad, él lo estaba rescatando de las garras de los traficantes para devolverlo a su lugar en la historia de ese pueblo que lo increpaba.
Giovanni Battista Belzoni
Carter comenzó su carrera como dibujante con Petrie, Maspéro y otros. Era ya un hombre prestigioso, y a su experiencia como excavador unía una innegable audacia que le daba un valor añadido. La colaboración entre estos dos hombres, a los que separaba una diferencia de edad considerable a favor (o en contra, según se mire) de Lord Carnarvon, fue excepcional y muy fructífera. Por aquel entonces, los estudiosos estimaban que cuanto se podía descubrir en el Valle de los Reyes se había descubierto ya. Una misión tras otra, apresuradas y sin un plan fijo muchas de ellas, habían arrojado cascotes sobre lo descubierto en la expedición anterior. Aquello era como una inmensa área de derribos cuando los dos hombres se propusieron excavar con método. Decidieron limpiar meticulosamente un área triangular comprendida entre las tumbas de Ramsés VI, Merneptah y Ramsés II. Así lo hicieron, pero la tumba del primero de ellos recibía gran afluencia de visitantes, y, para no molestarlos, decidieron no continuar sus excavaciones en las inmediaciones de su entrada; por cierto que, junto a ella, habían encontrado unas chozas de obreros de pedernal correspondientes a la XX dinastía. Pasan así tres años más sin fruto, y decidieron que no dedicarían más que el siguiente año al Valle. Pasaron, al fin, a despejar el último vértice del triángulo, donde estaban las chozas de pedernal. Lord Carnarvon se había ido a Gran Bretaña. Empiezan a excavar el 3/11/1922, y al día siguiente, bajo la primera choza, bajo una grada de piedra, descubren la tumba de Tutankamón. Retiran una grada tras otra, y llegan a una puerta cerrada, tapada con argamasa y sellada. ¡Si está sellada, es que contiene un enterramiento, y que este no ha sido violado! En ese momento, como signo de respeto y consideración, Carter decide no continuar antes de avisar a Lord Carnarvon y esperar más de quince días su llegada. Al explorar la tumba, se encontraron con que había sido saqueada. Pero que el saqueo había sido apresurado, y que la mayor parte estaba intacta. Hubo una respuesta de colaboración incondicional por parte de todos los hombres de ciencia de la comunidad internacional, que ofreció su ayuda con mucho entusiasmo y, cosa rara, desinteresadamente en algunos casos. Esto da indicio de la fascinación que produjo el descubrimiento, que ya por entonces producía el Antiguo Egipto, y que no ha cesado de agigantarse hasta nuestros días. Los científicos estudiaron desde las ofrendas florales hasta los materiales empleados para embalsamar al faraón. Por la osamenta, establecieron que había fallecido entre los 17 y los 19 años…
Es comprensible la sensación que aquello provocó: era el mayor, más rico e impresionante de los tesoros arqueológicos descubiertos jamás. Había tesoros por doquier: en la antecámara, en las cámaras laterales y en la cámara del tesoro, llena hasta arriba de estatuas, sarcófagos en miniatura, modelos de barcos… Por último, la cámara sepulcral con los 4 sarcófagos superpuestos de madera dorada, que contenían 4 ataúdes encajados uno dentro de otro. El último, de oro macizo, albergaba en su interior la momia del faraón y su famosa máscara de oro con oscuros ojos de vidrio. Para empañar la bella relación de amistad y colaboración, Carter y Carnarvon tuvieron diferencias entre sí y con los gobiernos inglés y egipcio a la hora de determinar la parte que de aquello correspondía a cada uno. Así se venían abajo aquellos 15 años. Cuatro meses después de abrir la tumba, una misteriosa enfermedad, causada según parece por una picadura de mosquito postraba al lord. Los dos hombres se reconciliaron en su lecho de muerte. Falleció el 6/4/1923. Por supuesto, su muerte, a la que siguieron las de varias personas relacionadas con la apertura del sarcófago, inició la leyenda de la maldición del faraón. Pero esa ya es otra historia…
Howard Carter
La formación en lenguas de nuestro egiptólogo la debió en parte a la dirección que recibió de su hermano: árabe, etíope, copto, hebreo, sirio, caldeo y algo de numismática. Tras sus primeros estudios en Figéac, con poco aprovechamiento, se inscribió en el Liceo de Grenoble. Con 16 años, interesado por la piedra Rosetta, escribió un artículo en el que sostenía, y con razón, que la lengua copta usada por los egipcios cristianos descendía directamente de la antigua. Aconsejado por su hermano se fue a París, donde, de 1807 a 1809, en la Escuela Especial y en el Collège de France, se dedicó intensamente a los estudios orientales: lenguas como el árabe, sirio, hebreo, chino, copto, etiópico, sánscrito, persa. Estableció 15 correspondencias entre los signos del demótico y las letras del copto. Parece que fue en esta época cuando contrajo estrabismo en el ojo izquierdo, a causa, según se cree, de las muchas horas de estudio bajo la luz de una lámpara mal colocada. Entre 1809 y 1821 fue profesor de historia en la facultad de Grenoble, y elegido miembro de la Academia. Se trasladó a París para estudiar manuscritos coptos en la biblioteca Imperial, y llegó a confeccionar una Gramática Copta y un Diccionario de la misma lengua. Entendía que el dominio de esta lengua era la base para descifrar la escritura jeroglífica. En 1814 publica Egipto bajo los faraones, obra que es una descripción geográfica del país del Nilo y que puso los cimientos de su reputación. Tengamos en cuenta que, para redactarla, no contó con más base que algunas citas bíblicas, textos latinos, árabes y hebreos bastante mutilados y comparaciones con el copto, lengua que todavía hablaban los egipcios cristianos del siglo XVIII.
Sus esfuerzos por descifrar la escritura jeroglífica arrancan de 1808. Se preparó concienzudamente en lenguas orientales, resistiéndose a emprender de forma seria el estudio de la piedra de Rosetta hasta conseguir la formación adecuada. Cuando inició su tarea se llevó una sacudida emocional terrible, porque se enteró de que Alexandre Lenoir había editado un opúsculo, Nouvelle explication, que pretendía ser la clave de la escritura jeroglífica. Compró un ejemplar y prorrumpió en carcajadas al comprobar la sarta de sandeces que contenía. Pero de esta manera tomó conciencia de su virulenta pasión por Egipto y su escritura. Durante siglos, los investigadores habían estado muy desorientados, especialmente a causa de una obra del siglo IV d. C., Hieroglyphica, de Horapolo. Era una descripción detallada del significado de las esculturas sagradas egipcias, pero se creyó que se podía aplicar a la escritura. Este error persistía en tiempos de Champollion, quien tuvo una ocurrencia distinta. Al principio la desechó, pero era el germen del desciframiento: vio una cierta correspondencia entre las imágenes jeroglíficas y la representación gráfica de los sonidos, algo parecido pero no igual a lo que llamamos letras. En su estudio de la piedra Rosetta identificó grupos de signos reunidos dentro de unos anillos que llamamos cartuchos. Supuso que este relieve tipográfico era digno del nombre de los reyes y comprobó que coincidían, aproximadamente, a la altura en que estos eran mencionados en el texto en griego. Los dos nombres de reyes que le dieron la clave fueron los de Ptolomeo y Cleopatra.
No vamos a dar cuenta de todo el proceso que siguió, pero sí conviene resaltar la magnitud de su empresa al enfrentarse con una escritura que contaba con tres tipos de signos: fonéticos, de palabras y de ideas; que había evolucionado a lo largo de 3.000 años; y que hay que leer de derecha a izquierda, de izquierda a derecha o de arriba abajo según la época a que pertenezca. En 1815 y a causa de una acusación de bonapartismo, es destituido de su cátedra; se retira con su hermano a Figéac. El 27 de septiembre de 1822 lee ante la Academia su Lettre a M. Dacier, en la que establece la clave para descifrar el alfabeto jeroglífico. Precisó más su método en el Sumario del sistema jeroglífico, de 1824. Ese mismo año el rey lo envía a Turín para estudiar allí monumentos egipcios, lo que le aportó numerosos datos sobre la historia y la cronología egipcias. También allí conoció al que sería su más entusiasta discípulo, Ippolito Rosellini. Fue nombrado conservador de la colección egipcia en el Louvre, y logró obtener los fondos para una expedición a Egipto. Contó para ella con un buque de guerra, un arquitecto y 7 dibujantes. Esta expedición colaboraba con otra italiana en la que participó Rosellini. Parece que en la expedición todos llevaban el pelo rapado, grandes turbantes y túnicas con brocados dorados, pero Champollion era el único que se sentía a gusto de esta guisa. Pudo confirmar definitivamente sus teorías ante el templo de Dendera, el primero realmente bien conservado que podía estudiar (llegó hasta él tras toda una noche de carrera, seguido por los quince científicos de su expedición). Desde 1828 hasta 1830 recorrió el país hasta la segunda catarata con la expedición franco- italiana, catalogando, dibujando y descifrando cuanto encontraron a su paso.
En 1830 es nombrado miembro de la Academia de las Inscripciones de París, ante la que lee una Memoria sobre signos egipcios para la anotación de las principales divisiones del tiempo. Al año siguiente obtiene la cátedra de Historia y Arqueología Egipcia, creada específicamente para él en el Collège de France. La abandona pronto por problemas de salud, y se retira a Quercy, donde muere el 4 de marzo de 1832, mientras preparaba la publicación de los resultados de su expedición a Egipto.
Después de su muerte, se elevaron varias voces contra su sistema, pero Lepsius, quizá la otra figura más importante de la egiptología, lo reivindicó enérgicamente. Su hallazgo del decreto de Canopo, obra bilingüe, confirmaba definitivamente el método de Champollion.
Jean François Champollion
A Petrie le dolía, en su fuero interno, en su orgullo de explorador, ver cómo los ladrones de antaño le habían vencido en inteligencia, al haber conseguido sortear trampas y señuelos y alcanzado su objetivo. Se trataba de una labor de semanas, meses, quizá de años. Y habrían trabajado en peores condiciones que él, que, después de todo, actuaba en la legalidad y sin miedo de guardianes y sacerdotes. Algo no encajaba, y Petrie vislumbró una explicación mucho más razonable, y que, de paso, dejaba su ego algo mejor parado: la corrupción. ¿Cómo era posible trabajar a escondidas un año dentro de una pirámide, saquearla y llevarse sus tesoros sin la complicidad de sus guardianes? Una pirámide no deja de ser una tumba. La de un solo hombre. Pero la del más rico y poderoso del mundo. Sobre la tumba, toneladas de piedra caliza dispuestas siguiendo pasadizos que llevan a vías muertas y salas ocultas. Dentro, y para disfrutar de ellos en su nueva vida, almacena cuanto ha de servirle en ella como hizo en esta: principalmente riquezas incalculables. La idea era la de que, en el otro mundo serían tratados de acuerdo con sus riquezas…Su Más Allá, que no es cielo ni tierra, estaba poblado, por los muertos, siempre y cuando estos se hubiesen llevado todos los medios de vida necesarios para su existencia, que era el punto esencial. (Nos preguntamos, si esta teología resultase efectivamente ser la buena, cuántos ladrones ocuparían en ese Más Allá plaza de faraón).
De manera que tenemos una inmensa caja fuerte que proclama a los cuatro vientos y desde cientos de metros de altura, su contenido. No olvidemos sus dimensiones: la mayoría de las catedrales europeas cabrían dentro de la Gran Pirámide. Lo extraño sería que no atrajese a los ladrones. Sabemos que a principios de la XVIII dinastía apenas había en todo Egipto un sepulcro real que no hubiese sido profanado. Esto afectaba profundamente al aspecto religioso, pues esa momia no podría acceder a la vida futura, al haber sido despojada de su armadura mágica. Es por esto que los antiguos egipcios cambiaron su estrategia funeraria.
William Matthew Flinders Petrie
En su labor investigadora, Mariette encontró, entre sus hallazgos en Saqqara y Menfis más sobresalientes, el Serapeum, una zona repleta de tumbas de Apis. En realidad, tumbas de bueyes que, en vida, habían sido adorados en el templo de Apis como encarnación del dios, o, más bien, de Apis, servidor del dios Ptah. Se trataba de toda una necrópolis subterránea que albergaba sarcófagos de piedra de un tamaño descomunal y de un peso de sesenta o setenta toneladas en los que descansaban ¡momias de buey! Es sabido que los egipcios adoraban a varias especies animales como encarnación de sus dioses: Horus en los halcones, Tut en los ibis, etc. También lo hacían en especies vegetales, como Hator, en el sicomoro. Pero, a falta de momias de sicomoro, que habrían sido dignas de ver, nos encontramos con trescientos cincuenta metros de pasillos que comunicaban con cámaras mortuorias dedicadas a acoger sarcófagos de granito negro y rojo pulido, de una sola pieza de más de tres metros de alto, dos de ancho y cuatro de largo. A lo largo de los años, los sarcófagos habían sido saqueados, salvo dos, en los que se pudieron hallar joyas.
No lejos de allí, Mariette encontró una tumba extraordinaria. Se trataba de la del señor Ti, funcionario y latifundista importantísimo, y, por tanto, ricamente decorada. Además de ser antiquísima, tenía la característica extraordinaria (que no única) de reflejar la vida cotidiana de aquel entonces. Quizá Ti se sintió tan bien en vida que deseaba un Más Allá parecido a lo que esta vida mortal le había concedido tan generosamente; o quizá temía no recordarlo con precisión, por lo que no dejó una faceta de la vida sin reflejar en sus paredes. Su imagen, de un tamaño tres o cuatro veces mayor que el del resto de las figuras, aparece contemplando las cosechas, navegando en barcos fluviales… y, a su alrededor, la actividad febril de los taladores, constructores de barcos… sus herramientas, representadas con extremo detalle, y, por supuesto, los honores dispensados por los notables de la época al todopoderoso (o casi) señor Ti.
Algo que Mariette no comprendía, por más teorías que formuló al respecto, era el prodigio de la construcción de las pirámides. Frescos como los de la tumba de Ti daban idea de la pobreza tecnológica de aquel pueblo, lo que llevaba a la conclusión de que su fuerza constructora la constituían los brazos de los esclavos. De momento, el enigma seguía sin resolver. Mariette había avanzado más que nadie, sin duda, en lo que a la vida cotidiana de los egipcios se refiere, pero no calibraba el peso de una parte fundamental de esta: su idea de trascendencia. Habían transcurrido ocho años desde su llegada a Egipto cuando fundó el Museo Egipcio en Bulak. Al poco tiempo, fue nombrado director del la administración de antigüedades egipcias e inspector supremo de todas las excavaciones. Esto le daba un poder casi total pero sin el que no habría podido poner freno a los desmanes que en su época sufría todo el material rescatado al tiempo.
Con el traslado del Museo a Gizeh primero y definitivamente a El Cairo, nos encontramos con una institución fuerte que no sólo mantiene una colección, sino que constituye un departamento de intervención. Todo lo encontrado desde entonces, ya fuese fruto del azar o de excavaciones planificadas, pertenecía al Museo, que podía ceder unos pocos ejemplares sueltos como gratificación honorífica a excavadores serios, pero que lo gestionaba todo, especialmente lo relativo a su estudio y conservación. Se había puesto fin a aquella locura. Y afortunadamente esta situación se perpetuó gracias a que sus sucesores en el cargo siguieron su ejemplo, en especial Maspero. Desde entonces el Museo organizaría expediciones arqueológicas todos los años.
Auguste Mariette
Esta pantera de salón europeo formaba parte del grupo de sabios ante los que Napoleón Bonaparte descubrió sus ambiciosos planes: conquistar Egipto. Es sabido que el corso vivía fascinado por la figura de Alejandro Magno. Ante sus gestas, las suyas le parecían palidecer, y Europa se le quedaba pequeña por momentos. Así, Egipto era el primer paso de su plan imperial, que no se detendría hasta conquistar la India. Y a Denon lo conocía por mediación de Josefina. ¿Por qué involucraba en sus planes a un grupo de sabios? Podríamos argumentar que estamos en la esfera del Siglo de las Luces, y, sobre todo, que Napoleón querría estar informado de cuanto le pudiese resultar útil política o militarmente. Esto justificaría reunir a minerólogos o geómetras, pero lo cierto es que convocó también a poetas y pintores. Buscaba el prestigio de las artes, pero, sin duda, lo quería como testigo de la gesta que esperaba lograr. Esto explica que unos 175 sabios acompañasen a sus 34.000 soldados en las bodegas de aquellos 328 buques de guerra con que partió, que, junto con más de 2.000 cañones, albergaban el material científico más perfecto y avanzado de su época.
Durante el largo año que duró la campaña de Egipto ocurrieron hechos decisivos para la historia de la egiptología. El primero queda apuntado: la llegada de verdaderos intelectuales y no de simples viajeros que se interesan por el Antiguo Egipto. El segundo sería la serie de monumentos y documentos que lograron reunir, entre los que se encontraba ni más ni menos que la piedra de Rosetta, y que dieron lugar a la fundación del Instituto Egipcio, en El Cairo, en el que se hicieron vaciados y copias de todo el material. Pero lo más relevante quizá fue la actividad de Dominique Vivant Denon, fascinado ante el espectáculo que se presentaba a sus ojos, que era incapaz de comprender, pero sí de valorar y de registrar con su pluma con todo detalle. A lo largo de la campaña, Denon madrugaba para explorar monumentos que dibujar, dibujaba a caballo, descansando, incluso comiendo… Se dice que en el fragor de la batalla su atención podía quedar atrapada por algún edificio, inscripción, estela… y su pluma comenzaba a retratarlo, ajena a todo. Hay que indicar que el dibujo de Denon era escrupulosamente fiel a su modelo; no se permitía deformar poéticamente lo que veía, tal vez por el respeto que le infundía aquel viejo mundo tan nuevo para él. Levantó detallada acta de su mirada. Se calcula que realizó unas 40.000 láminas de cuanto se ofreció a su vista. Hoy algunas de ellas tienen un valor inestimable, porque son el único vestigio que nos queda de monumentos destruidos después de la estancia de Denon; un ejemplo de esto es su dibujo de la capilla de Amenofis III, en Elefantina.
La campaña de Egipto fue un fracaso militar. Napoleón abandonó a su ejército en Egipto y huyó en un barco; un acto de inteligencia estratégica o una vil deserción, según atendamos a la versión de los hechos francesa o a la inglesa. Su ejército fue obligado a entregar a los ingleses de Nelson cuanto habían saqueado (que ellos llamaban coleccionar). Pero Denon volvió con algo que ofrecía un material precioso para los investigadores: sus dibujos ofrecían, con la mayor exactitud imaginable, lo que habían visto sus ojos. En 1802 publicó su Voyage dans la Haute et la Basse Egypte. Por otra parte, los sabios franceses habían hecho copia de todos los ejemplares que después se quedaron los ingleses a causa de la capitulación (y que hoy están en el British Museum). Este material, junto con los dibujos de Denon, nutrió la que sería obra fundacional de la Egiptología, los 24 volúmenes de la Description de l’Égypte (1809-1813).
La Description ofreció a los ojos europeos un mundo cuyo pasado explorar. Los investigadores, avezados en los primeros métodos de investigación que habían aprendido de Winckelmann (el padre de la Arqueología) en las excavaciones de Pompeya, estaban ansiosos por aplicar lo aprendido en un nuevo campo y, en este caso, encontraron en Egipto uno que excedería en sus enigmas y capacidad de fascinación a cualquier otro. La Description era, como indica su nombre, una descripción tan detallada como era entonces posible. Nada más. Y nada menos. Presentaba un vasto campo de investigación, pero no ofrecía explicaciones, instrumentos, respuestas… con que abordarlo. Se ignoraba casi todo: cronología, costumbres… El principal obstáculo, con todo, lo constituía aquella incomprensible escritura jeroglífica con que estaban tapizados todos los monumentos y que llenaba innumerables papiros. Para superar esta barrera entraría en escena la gran figura de la egiptología: Jean François Champollion.
Dominique Vivant Denon
Ippolito Rosellini
Las investigaciones actuales dedican un tiempo mayor a un solo yacimiento, pero en la época, tres años para recorrer Egipto a sus anchas era algo insólito. El concepto del tiempo es algo extremadamente relativo, en este caso a la urgencia con la que se utilice. Sus predecesores habían apurado el tiempo en expediciones apresuradas, con intensísimas jornadas de trabajo. El apremio que sintió la de Lepsius fue menor, lo que facilitó el trabajo sistemático y constante, sin una exigencia física tan absorbente; en este sentido, podemos decir familiarmente que fue menos heroica, menos latina, más germánica, valiéndonos de tópicos que, en este caso, se revelan como ciertos. Las salas del Museo Egipcio de Berlín se han abastecido, principalmente, de los tesoros que recogió Lepsius en esta expedición. Sus primeros éxitos dieron lugar al descubrimiento del Imperio Antiguo en muchos de sus principales monumentos. Encontró huellas de treinta pirámides desconocidas y descubrió las mastabas, cámaras mortuorias en forma de diván. Sería también el primero en efectuar mediciones en el famoso Valle de los Reyes. Pero su mayor aportación fue la de acometer la empresa de establecer una cronología del Antiguo Egipto. Editó, en doce tomos, Monumentos de Egipto y Etiopía, aunque su puesto de honor se lo debe a Cronología de Egipto, de 1849 y El libro de los reyes egipcios, 1850. La egiptología, además, le debe su reivindicación del sistema de Champollion, cuya exactitud estableció Lepsius basándose en el hallazgo del decreto de Canopo, como queda dicho.
El problema de partida estribaba en que los egipcios carecían de una verdadera Historia que recogiese el devenir temporal de su existencia como reino, y mucho menos de una cronología. Había, eso sí, narraciones incompletas, crónicas y anales de más que dudosa exactitud, como señalaban a menudo los investigadores de la época. Es algo que desconcertará a quien recuerde que el primer calendario de cierta exactitud que se aplicó en la antigüedad fue el egipcio, nacido de la periodicidad de las crecidas del Nilo, y que sirvió como base para el romano, que se mantuvo hasta el siglo XVI de nuestra era. Pero nuestra perspectiva histórica es diferente a la de un pueblo que vivía para el Más Allá hasta extremos que hoy no podemos asimilar. La historia no les interesaba demasiado, sino más bien los hitos históricos.
La cronología de Lepsius fue un gran instrumento, pero tuvo la asistencia inestimable de matemáticos y astrónomos. Los arqueólogos les facilitaron toda la información de que disponían, extraída de documentos de la más variada índole, desde inscripciones en piedra a papiros extraídos del relleno de los cuerpos momificados. Desecharon el empleo del calendario egipcio, que se reveló insuficiente, y emplearon las indicaciones astronómicas como datos más fiables, concretamente los relativos a la salida de Sirio, que fueron la clave para fijar el comienzo de la XVIII en el año 1580 a. C. y el de la XII en el 2000 a. C. (el margen de error estimado está en tres o cuatro años). Con estos datos absolutamente fiables, se pudo establecer una cronología en la que se basan los estudios actuales sobre la Historia del Antiguo Egipto.
Para terminar, vamos a reflejar una anécdota de aquella expedición, en un intento de contrapesar la impresión de extrema eficiencia germánica anterior. El día en que se conmemoraba el aniversario de su rey, toda la expedición decidió celebrarlo ¡escalando la Gran Pirámide! Unos treinta beduinos les ayudaron, o, más bien, los izaron con sus poderosos brazos hasta la cima, donde plantaron una bandera prusiana y entonaron encendidos vítores a su rey y mecenas. El acto fue emotivo y sincero como lo era su dedicación a la labor que les había sido encomendada, por lo que nos parecería injusto no corresponder reflejándolo aquí como índice de la humanidad y entusiasmo que guió aquella expedición
Karl Richard Lepsius
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